La apasionada voluntad de comunicación de Nietzsche y, no obstante ella, su creciente soledad, constituyen la realidad fundamental de su vida Los documentos de este hecho se 106 hallan en sus cartas que, al mismo tiempo, son una parte constitutiva de la obra de Nietzsche, inseparable de su vida.
Nietzsche ha tenido por amigos a hombres de alta jerarquía. Entraba en relaciones con los primeros espíritus de su época. En torno de él, había un círculo de hombres no comunes. Pero, en sentido propio, no se podía encadenar con nadie ni se dejaba atar a ellos.
El estudio de sus amistades —siempre que se atienda al modo de su realización peculiar, con respecto a cualquier individuo; es decir, que se tenga en cuenta la expresión del contenido que las llenaba, a las fases de su movimiento, a su fracaso— constituye un acceso irreemplazable para llegar al ser y al pensar de Nietzsche y, al mismo tiempo, una experiencia sin par de la posibilidad de la amistad. Debe tenerse presente la riqueza de dichas posibilidades, no entendida en el sentido del número de hombres que se le aproximaron, sino en el sentido de la clara elaboración de posibilidades que siguen direcciones esencialmente diversas. La tarea consiste en abarcar esas posibilidades como en un cuño y, luego, considerar el resultado de las mismas: La soledad. Nuestro tratamiento se realizaría a través de las siguientes situaciones de hecho.
Nietzsche estuvo profundamente ligado a dos amigos: Erwin Rohde y Richard Wagner. Estas amistades no tuvieron consistencia duradera alguna. Pero, íntimamente, ambas acompañaron su alma a lo largo de su vida. Mientras vivió con ellos, no estuvo, en sentido propio, solo. Con la separación, la soledad radical se hizo súbitamente presente.
Dentro de ella, intentó lograr nuevos amigos (Paúl Reé, Lou Salomé, H. Von Stein). No eran hombres de la jerarquía de los dos amigos perdidos, aunque no careciesen de clase ni de significación. De cada uno de ellos también le llegó el desengaño y el nuevo fracaso. En la penumbra de estos tiempos, como un sustituto de lo perdido, está Peter Gast, sin gran valor, es cierto, pero revestido por las ilusiones de Nietzsche.
Frente a la movilidad de estas amistades que fracasan — movilidad empujada por un destino— están otras relaciones humanas: con ellas logra algo de duradero, que sirve para poder soportar su vida, sin que ese elemento de permanencia tenga un efecto existencial sobre la profundidad de su ser ni de su tarea. Para Nietzsche, por indispensable que humanamente le sea lo duradero, éste no le da seguridad alguna; no lo encuentra ni con sus parientes, ni con la sociedad que cambia constantemente a través de los individuos que, por así decirlo, duran en ella. En su trato social, los hombres llegan, pasan y retornan; pero jamás lo conmueven a Nietz-Sche — trátese de contactos sociales, espirituales con diver-sos hombres importantes o del apego del fiel Overbeck.
El resultado es, en todas partes, la soledad cada vez más profunda.
Debemos preguntar ¿cómo ella le fue necesaria a la Existencia de Nietzsche, en cuanto ser de excepción? Si bien podría parecer que en Nietzsche sigue habiendo una indisposición para aquello que, entendido como fundamento y condición, corresponde a toda comunicación, ha de com-prenderse, sin embargo, cómo su tarea lo devora, por así decirlo, en cuanto hombre y en cuanto a las posibilidades de la amistad.
El modo según el cual el mismo Nietzsche Concibió a su soledad, quizá no pueda responder esa pregun-ta; pero, al menos, la aclarará.
Rohde y Wagner. Sólo dos de sus amigos constituyeron para Nietzsche un destino real: Erwin Rohde, el amigo de juventud y Richard Wagner, el único artista creador que Nietzsche, treinta años más joven que él, rodeó con ilimitada veneración.
El punto más alto de la amistad entusiasta inter pares, entre Nietzsche y Rohde 97, se produjo en el año 1867. Cuando llegaban a clase “brillantes de espíritu, de salud y de orgullo 108 juvenil, vestidos con ropa de montar, con el látigo todavía en las manos, eran vistos por los demás, con asombro, como dos jóvenes dioses”. (Der junge Nietzsche, pág. 190.) Los llamaban los dioscuros. Frente a todos los hombres, ellos mismos sentían que tenían algo de común: “como si se hallaran sentados en un taburete aislador” (Rohde a Nietzsche, 10-9-67). Los unía la seriedad de una comunidad ético-filosófica: tan pronto como “la conversación los llevaba a lo profundo, resonaba un acorde calmo y pleno” (Biografía I, 243). La correspondencia, iniciada en este año, continúa la conversación. Les era común la actitud de rechazo de la “época actual”; su amor por Schopenhauer y Wagner, su concepción de los estudios filológicos, su apego a la cultura griega.
Al llegar a 1876, cuando Rohde se casó, la correspondencia, súbitamente, se hizo más rara, se adormeció por largos períodos, se limitó a algunas comunicaciones y saludos y, en 1887, terminó con una ruptura.
Las cartas de 1867-1876 constituyen el documento incomparable de una amistad juvenil entre estudiantes, que se esfuerzan por sostener una creciente elevación espiritual. El hecho de que esa amistad no haya perdurado ha constituido para Nietzsche una conmovedora fatalidad; pero, al mismo tiempo, fue como un símbolo de la circunstancia de que Nietzsche no podría vivir, presionado por la pretensión absoluta de su veracidad existencial, en el mundo burgués, aunque sus portadores fueran humanamente distinguidos.
Debemos preguntar cómo se produjo la separación. Desde el punto de vista del fracaso posterior, las cartas de 1867-1876 permiten reconocer los siguientes signos esenciales del riesgo.
Rohde se considera a sí mismo como receptivo; Nietzsche, como activo. Rohde se enfrenta, como escolar, al que lo aventaja; como alguien improductivo se opone al creador. “A veces siento en mi persona algo así como una deserción. ¡Que no sea capaz de pescar perlas contigo, en el profundo mar, en lugar de gozar, con pueril placer, con sutilezas y otras 109 sabandijas filológicas…! Pero en mis horas mejores, mis pensamientos están junto a ti. .. Luego, siempre debemos estar unidos, querido amigo. Que uno de nosotros pueda esculpir las encumbradas imágenes de los dioses: yo me contentaré con alguna pequeña obra tallada” (22-12-71).
El elemental anhelo de alcanzar un amigo único es más fuerte en Rohde que en Nietzsche. Para el último, esta amistad se apoya en el profundo fundamento de la tarea a cumplir. El tono general de las cartas expresa, por parte de Rohde, un amor que se abandona. Es como si Rohde reuniera todos sus sentimientos en el amigo. De él proceden los ruegos repetidos por una carta, por una línea. Se pregunta, sentimentalmente, si Nietzsche le es fiel o si está bien dispuesto para con él.
En verdad, todo se mueve, de este modo, en torno a Nietzsche. Rohde no podía cooperar con nada a los escritos -y a los planes de Nietzsche. Su ayuda meramente técnica, era pedida con frecuencia y dada con gusto. Tal ayuda alcanzó su culminación en la “fraternidad armada” contra Wilamo-witz, aunque ella, más que un acuerdo filológico, era la expresión de un modo de sentir amistoso. Fue un hecho que Rohde, al auxiliar públicamente y por escrito a Nietzsche, despreciado por los filólogos, ponía en peligro su propia carrera académica.
Rohde, inconscientemente, frente a todos los extremos y extravagancias de las ideas y de los planes de Nietzsche, era sensato; se oponía, por ejemplo, a la idea de formar una comunidad de monjes laicos, por la presión de la miseria académica; a los excesivos planes culturales de Nietzsche, porque todavía no era visible la “cadena de deberes conexos”, desde los cimientos de la cultura hasta las exigencias supremas de la misma; al proyecto de Nietzsche, de ceder su cargo de profesor a Rohde, para dedicar su propia vida a la propaganda de la obra de Wagner (mediante viajes, conferencias, etc.). Estas medidas de defensa eran instintivas, no de rechazo; no se apoyaban en una actitud de superioridad.